Рукописи не горят («Los manuscritos no arden»)
Mijaíl A. Bulgákov (Михаил А. Булгаков), Мастер и Маргарита (El maestro y Margarita), 1928-1941, cap. xxiv.
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He visto pisotear las cosas más sagradas, perseguir el mérito verdadero y entronizar la mediocridad y la ambición. Se dice con frase acertadísima que la ignorancia es la base del poder y no solo en un lugar, sino en muchos lugares. Tuve yo hace muchos años que salir del mío por no poder sufrir tanta ignominia.
A la profesión de bibliotecario, que no servía para citar en los grandes discursos, no concedían mucho interés nuestros dirigentes en Moscú, que habían centrado su atención en la Universidad y en el Instituto de Ingenieros en Energía y que citaban con admiración rural. A los que estudiábamos para bibliotecarios nos dejaban en paz. Era como si no existiéramos.
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Hubo una época, tan lejana como se quiera hacer la distancia de la vida de unos seres humanos a los que venimos tras ellos, en que los libros sirvieron de parapeto de una guerra fratricida de exterminio. Algunos libros aún guardan, a medias, la metralla de los que no volverán a hablar, aunque nos empeñemos. De ese silencio de ayer está hecho, me temo, no pocos de los silencios que aún me han llegado, confiados en la victoria del silencio impuesto, de cualquier silencio impuesto: «Tú, hijo mío, no te signifiques», como aún dice mi madre.
A veces, demasiadas, al volver las páginas de los libros (esos mismos que fueron material de trinchera fratricida), se descubre una curiosa naturaleza bífida: la de que sean, a la vez, prisioneros y calabozos de los espectrales pasadizos del tiempo.
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Estampa de la destrucción de la Biblioteca de Alejandría tomada del Register des Buchs der Chroniken und Geschichten de Hartmann Schedel, impreso en Núremberg en 1493.