Hai unha casa branca. Agardareite
Aireando os seu cuartos,
Abrindo as contras, para que a luz reciba
Aquilo que foi meu;
Ordenando papeis dos meus esquezos,
Libros daquela, versos
Por rematar aínda,
Escuros calendarios que escribiron
Anos mozos e nomes de rapazas.

Hay una casa blanca. Te esperaré / Aireando sus cuartos, / Abriendo las ventanas, para que tenga luz / Aquello que fue mío; / Ordenando papeles de lo que he olvidado, / Libros de entonces, versos / Que están sin acabar, / Oscuros calendarios que escribieron / Años jóvenes y nombres de muchachas.

***

Sin proponérmelo demasiado, y aún sin pensarlo porque pensarlo, lo que se dice pensarlo, solo se me ha ocurrido pensarlo ahora mismo que escribo esto, me he visto inmerso en una costumbre inesperada en cada ciudad a la que he tenido que ir porque, por paradójico que parezca, por mucha que sea la evidencia de que Alfonso de Zamora fue un tipo tirando a sedentario (Zamora –o cerca de la ciudad–, Salamanca, Alcalá de Henares y ahora parece que Toledo), para intentar entender su vida y milagros hay que echarse a andar de Madrid a El Escorial, de Salamanca a Nápoles, de Roma a París, de Londres a Vitoria (o Gasteiz) para acabar en Leiden y dejar, mal que pese, de lado a Orihuela, porque uno solo llega a lo que puede llegar y llega poco, no nos engañemos.

La costumbre inesperada de que les hablo hoy es consecuencia directa de mi mala memoria: cada vez que viajo se me olvida en Madrid (ahora) y se me olvidaba en París (antes) el metro de modista. Esto del metro de modista sirve, claro, para medir manuscritos. Porque los manuscritos hay que medirlos. Me preguntaba hoy Abú Maadnús (nunca deja de estar cerca aunque ande lejos) que si lo mío era más la codicología (sacarle la sisa a la costura de los manuscritos, como si dijéramos) o la filología (echarle un remiendo a las palabras que desgasta la usura del tiempo y la incuria de los hombres, digamos para entendernos). En realidad (le tendré que decir) lo mío son ambas cosas, junto con la lengua, claro (como si no lo hubieran notado por aquí con lo pesado que me pongo) junto con la historia que entra también en el lote, porque está muy feo dejarla fuera, a la intemperie de los que abusan del recuerdo, que son en general muchos y a veces bien organizados aunque, en no pocas ocasiones, sencillamente ignorantes irredentos. Pero, si algo de verdad es lo mío, es que se me olviden los metros de modista en todas partes. Lo que tiene consecuencias inesperadas, que es de alguna manera lo que tenía intención de contarles hoy (ya veremos si me sale). Por ejemplo, coleccionar sintagmas polisémicos en muchas lenguas. Así, sin proponérmelo, le he buscado colegas al metro de modista que dice mi madre (y que yo heredo felizmente) por media Europa: en Francia he comprado –casi diría que por docenas– mètres ruban (significante que comparte significado con un mètre de tailleur). En Italia fue la serendípica búsqueda de un metro da sarto lo que me llevó a darme de bruces, como no podía haber sido de otra manera, con el ejemplo más afinado de alfayate que imaginarse uno pueda: los sastres judíos y, como quizá recuerden ustedes, que tendrán mejor memoria que yo, encontré lo que buscaba en el antiguo Ghetto de Roma.

Como no podía ser menos, en Leiden me ha pasado igual y me las he tenido que ingeniar para, primero, descubrir la palabra (meetlint, parece, pero no me hagan mucho caso: la de la mercería entendió, Dios bendiga su prosapia xenófila, ya que no se molesta en proteger la lengua neerlandesa de las torturas que le inflijo) y, a continuación, encontrar donde comprar el significante del significado (una tiendecita de barrio casi en la esquina de Lange Mare con Haarlemmerstraat, es decir, al lado de casa). Lo que me llevó a pensar (el ocio es enemigo de la ciencia) en que ha tenido que ser al final, porque este manuscrito de Leiden es el último de los que veré (le cogeré la sisa sin poder echarle un remiendo) para mi tesis zamoresca, cuando he conseguido entender (lo entendí apenas unas horas de tocarlo por primera vez, el lunes pasado) que ha valido la pena. El manuscrito no, entiéndanme, que me lío. Digo que el esfuerzo de la tesis ha valido la pena. Y el viaje a Figuig, en Marruecos, de hace dos años, que me ayudó a entender dos cosas: porque Marruecos puede enamorar profundamente (lo que, dicho en este contexto, es accidental e inútil, pero quería decirlo) y cómo hay que trabajar para entender un manuscrito, un libro ajado e inútil, una memoria desenterrada y muda. Le decía a Abú Maadnús (al que también tengo que comentarle, ya que pregunta, que lo mío por Bach es de groupie desvergonzado) que el manuscrito de Leiden, que él bautizó en su momento como la «Miscelánea “Zamora” de Leiden», es el final y, en realidad no habría tenido nunca imaginación suficiente para imaginármelo, es a la vez el principio de todo. De que la codicología es un método útil y legítimo y que aún lo será más el día que nos pongamos serios y rigurosos, para lo que me temo que aún queda un tiempo, si es que alguna vez llega.

Pero es que, además, el manuscrito de Leiden es, literalmente, el último. En uno de sus cuadernos escribe Alfonso de Zamora un colofón que es su última palabra o, al menos, la última que nos ha llegado con alguna fecha. El 28 de agosto de 1545 Alfonso de Zamora firmó, con letra temblorosa, con traducción indecisa que pasa del latín al castellano sin criterio, con un hebreo que parece acumular en su delicada imprecisión el peso de todos los exilios, un colofón en el que señala, pasados los setenta años, que lo escribe כשהיה חולה / qua[n]do era enfermo.

Era inevitable, se me ocurre pensar ahora, que fuera el final la meta misma de un principio. Para eso ha servido Leiden y sus callejas echadas como se echa el invierno, con derrotados meses sobre el mundo y las lluvias: para saber que estaban esperando. Alles van waarde is weerloos.

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E esta canción que é túa, e escribín para ti,
Antes de que ti foses viaxeiro,
Moito antes quizais
De que tiveses sede, e decidises
Partir, soñar, ama-lo corazón
Destas palabras poucas.
Cando chegues ó norte, non preguntes.
Dirache o teu desexo que eu estaba agardando.

Y esta canción que es tuya, y escribí para ti, / Antes de que tú fueses viajero, / Mucho antes quizá / De que tuvieses sed, y decidieses / Partir, soñar, amar el corazón / De estas palabras pocas.

Cuando llegues al norte, no preguntes. / Te dirá tu deseo que yo estaba esperando.

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«Antes de que ti foses viaxeiro», poema del libro Pasa un segredo de Ramiro Fonte (1988) y dos detalles del cuadro De Boerenadvocaat («El letrado de labriegos»; ca. 1620) de Pieter Brueghel «El Joven», hoy en el Noordbrabants Museum, ‛s-Hertogenbosch (Países Bajos).