«Enquanto o mar inaugura
Um verde novinho em folha,
Argumentar com doçura
Com uma cachaça de rolha…»

En cuanto el mar inaugura
Un verde en rama nuevito,
Argumentar con dulzura
Dando sorbos del cachito…

«La llamaron 'Amada de Dios'».

«La llamaron 'Amada de Dios'».

No será porque no haya satisfacciones. Últimamente, de rebote, he sabido de alguien que se dedica en Londres a la tipografía hebrea de Guillaume Le Be (hay que ver a lo que se dedica la gente. No lo digan por ahí, pero parece que incluso hay un desubstanciado que gasta horas perdidas en un tal Alfonso de Zamora). El desafío me parece, visto desde lejos y con la ignorancia que tengo de muchas cosas de la tipografía del postincunable (bellamente dicho en italiano cinquecentina), «de talla», utilizando un galicismo bastante eufónico. Y todo (que yo haya llegado a saber de tal tesis en curso) por la difusión que he procurado hacer del final de un simpático lío en el que ando metido desde hace unos meses y que tendrá conclusión, esperemos que feliz, en París a mediados de noviembre. Los caminos inescrutables del «mira esto que me ha llegado; creo que te interesará» le hicieron sabedor de nuestra convocatoria parisina y allí estará (Eurostar volente). Y yo me alegro. Con este guillaumelebeólogo ya he intercambiado un par de iméiles (primero en su francés de quitarse el chapó; luego en su inglés de nativo y en el mío de andar en pantuflas pijas por casa). Me ha hecho saber, por ejemplo, que el tablón de anuncios virtual del History of the Book, de factura oxoniense, está perfectamente activo, lo cual es muy de agradecer (que me lo hiciera saber y que la actividad del HoBo prosiga). Espero con mucha curiosidad los resultados que tenga que ofrecer de su tesis en curso, como de otra, sobre la Biblia Regia o de Amberes («regia» por Felipe II y «de Amberes» por su lugar de impresión) que se está haciendo en la aireada ciudad de Chicago. Al hilo de esto, debo a su autor (y lector que sigue subscrito a estas cosillas alfonsinas) una respuesta desde hace más meses que mi vergüenza me permite admitir. Espero que todo llegue, también yo a un conocimiento suficientemente avanzado del neerlandés, en que está escrito su artículo –que me hizo llegar– sobre manuscritos hebreos en el Museo Plantin de Amberes, y sobre el que llevo queriendo hacerle un par de comentarios (en realidad, preguntas) tantos meses como él (criatura) lleva esperando respuesta.

Ya digo que hay muchas cosas de las que estar satisfecho. También de rebote y por una mención del mismo evento parisino en el que ando capuzado, desde Jerusalén me llega la alegría del recíproco interés por nuestras cosas (los manuscritos hebreos, en este caso) de un bloguero al que sigo desde hace mucho tiempo, casi desde el principio de su blog, que coincidió con el principio de mis cuitas zamorescas. Después de un par de iméiles de cortesía interesada y empática («Pues yo hago esto y estotro…» «¡Ah! Pues yo me dedico a esto de más allá…»), me hizo llegar una pregunta de lecturas: ¿de un ductus >mqnjy< (מקנגי), patronímico o gentilicio de un Moisés rabino, jurisprudente y algo oscuro, quizá de la Corona de Aragón del siglo xiv, se había de leer «mi-Qanji»? Al principio no sabía qué decirle. Luego sí: ¡Ya lo tengo, ya lo tengo! ¿Cómo habría podido saberlo sin una noche inolvidable –hubo unas cuantas– en «uno slargo de Via dell’arco de’ Tolomei»? ¡No, no! (habría escrito con entusiasmo poco pudoroso de mediterráneo algo reprimido): no hay que leerlo «mi-Qanji». Hay que leerlo «Meghnagi» (o cualquiera de las variantes ortográficas de este apellido que yo sé sefardí, libio y romano).

Si de satisfacciones hablamos (que hablamos), quizá la mayor, con mucha diferencia de las otras, venga de un callizo romano (el de Pietra Papa): sin una de sus residentes, como dijo el otro una vez, nada de esto podría haber sido posible. Ni el eje Móstoles-San Sebastián de los Reyes ni el Valencia-Barcelona-Móstoles, que andaba últimamente ocupado en dos discusiones tan sesudas como entretenidas que podríamos resumir en dos preguntas: «¿Es verdad que catalanes, mallorquines y valencianos tuvieron prohibida la entrada en la América colonial de la Monarquía Hispánica hasta el siglo xviii?» y «¿Cuál es el origen y significado de ‘alcubla’?». Sobre la primera pregunta, véase ahora, que lo hemos ido adivinando, la siguiente monografía: Ramon Pinya i Homs, La debatuda exclusió catalano-aragonesa de la conquesta, Barcelona, Generalitat de Catalunya, Comissió Amèrica i Catalunya, 1992. Sobre la segunda: en esas estamos, a ver si los delucidamos.

Viene todo este apunte al hilo de refilón de otro intento de agarrada dialéctica con un colistero insistente hasta la obcecación, en una mezcla tirando a odiosa de suficiencia y complejo de superioridad, en el seno de una lista de lengua catalana que frecuento cuando puedo y con amor estricto por las culturas que vehicula la lengua catalana y por algunas personas que conforman esas culturas, más que por la manía esencialista que parece revolotear, como buitre famélico, alrededor de cualquier discusión sobre los casos y las cosas del catalán, casi tanto como Hitler y sus apriorismos reductores se tiran en picado en cuanto se habla de judíos, y no digo nada si la cosa afecta al Estado de Israel. Ya voy viendo que lo del colistero no tiene remedio y que el remedio único que se le ocurre a mi pobre magín es no buscarle los tres pies a su gato ni las tres cartas a sus mañas de trilero ilerdo-romano. Afortunadamente pude comprobar hace un tiempo, de forma fehaciente, que no soy el único al que le dan como mínimo repelús las mañas de educado matón de barrio, que este colistero comediccionarios (mútilo, a fe mía, de la bella vanguardia artística a la que da forma Javier Arce, otro comedor de diccionarios) emplea en la tertulia virtual que compartimos. Aire, paciencia y un cierto alejamiento, tan virtual como real por una sucesión de viajes, redacciones y obligaciones de ambición retribuida económicamente, supongo que me dejarán con la distancia cheli que conviene al caso («¿A mí? A mí esto me resbala…»).

«Elogio del horizonte/Eloxu'l Finxu/El váter de King Kong» (Gijón, Asturias), foto de Cornava, 14 de octubre de 2005.

«Elogio del horizonte/Eloxu'l Finxu/El váter de King Kong» (Gijón, Asturias), foto de Cornava, 14 de octubre de 2005.

La distancia que debería darse con los males (autoinfligidos) del que llaman mundo académico (aunque por el tamaño y por su medianía lozana de hechuras satisfechas, no debería pasar de «mundillo») no debería ser menor, claro, pero me temo que me toca más de cerca. Alguna vez lo he contado: una de mis experiencias iniciáticas fue asistir de callado y acongojado público a la primera tesis (en una sala de la Vieja Sorbona decrépita a trozos) de las varias a las que luego he ido asistiendo en Francia. Esa primera tesis versaba sobre el divertido tema «La soberanía en discusión en el siglo xvii temprano: políticas galicanas, eclesiología y teología del poder. Para una panorámica de las libertades de la Iglesia Galicana». Macanudo, dirán ustedes, y no me extraña. Algún latín hace falta para semejante empresa doctoral, comprenderán ustedes. Como testimonio personal de quien ha visitado en alguna ocasión la casa del entonces doctorando, tener en casa varias ediciones originales del Seiscientos y del Setecientos de los Padres de la Iglesia permite colegir que el propietario de semejante biblioteca (había más biblioteca que metros cuadrados que la acogieran) andaba tan ducho en el latín que le hiciera falta como yo en el español de Móstoles que me ha tocado en suerte como lengua materna. ¿Saben ustedes cuál fue la primera pregunta (con bala) del presidente del tribunal de tesis? «Aprecio por las traducciones que hace en su tesis que su conocimiento del latín es mediocre…»

El tal presidente del tribunal de tesis era, por cierto, francés domiciliado en Italia y algo debía saber por esa sola condición de intentar enseñorearse, con éxito o no, de lenguas que no son la propia (y, no pocas veces, de la propia). Lo más divertido (porque semejantes salidas de pata banco de intención alevosa y fundamento seguro en un trauma infantil que aún debía durar) llegó cuando la codirectora italiana de la tesis, que por deferencia del reglamento francés de defensa de las tesis era miembro nata del tribunal, se puso a peroratar, llegado su turno de palabra… ¡contra la tesis que había codirigido y cuyo informe preliminar y aprobatorio había ella redactado y firmado! ¿Saben qué nota coronó la meritoria aventura doctoral de este amigo mío (bastante galicano)? Sobresaliente cum laude. O très honorable avec les félicitations du jury, dicho al gabacho modo. Pura hipocresía babosa, pues, la de ambos miembros del tribunal.

Luego se sucedieron casos parecidos, «monótonos y prolijos» como decía el poema de Gerardo Diego. El grado más alto de deturpación del recto ejercicio que debería suponer la defensa de una tesis lo vi en Tony Lévy, codirector que fue, y miembro por tanto del tribunal de tesis, de Ilana Wartenberg. Algún paisano mío de la periferia de Madrid, de modos más expeditivos y menos mirados que los míos, le hubiera arreglado el cuerpo y la poca vergüenza con un par de buenos bofetones aplicados a sus hechuras físicas y su mediocridad humana de tirillas desvergonzado, soberbio ejemplar de comecirios académico de manual de sofista de tres al cuarto, al acabar su revisión, tan asombrosa como malintencionada, de los talentos de Ilana y de los méritos de su trabajo. Yo no le hubiera dado –ni le di– lo que mi hipotético paisano de Zona Sur de Madrid le habría arreado, probablemente porque la frecuentación de académicos me tiene acanijada la propensión al exabrupto.

La conjunción de poder simbólico que a los mandarines de la cultura y de la academia otorga la sociedad y su cúmulo nada despreciable de complejos vergonzantes convierte a la tribu de los académicos en una temible cofradía antropófaga. Últimamente me han llegado noticias de personas bien cercanas que andan enfangadas en tratamientos psicológicos por causas principalmente achacables a su devoción por la causa de las letras, del pasado y de su investigación. Por supuesto, algo vendría de antiguo, claro, en cada uno de esos casos individuales, como porquetodos vamos llevando capas de costras de cuando la vida y sus ejecutores han intentado machacarnos, afortunadamente con diverso éxito y bastante fracaso de tan aviesas intenciones. Pero en esos varios casos que ahora recuento sin contarlos, las trapacerías del pasilleo y sus tahúres son causa directa e interesada de los males del espíritu de esos que tan cercanos y queridos me son. Y eso es inaceptable.

Ya les tendré advertido a los participen al en el tribunal que juzgue los méritos de mi tesis doctoral zamoresca (si juzgaran los talentos de su autor acabarían rápido, porque hay pocos), sobre todo a los educados en las añagazas de los usos universitarios franceses: no me vengan a buscar que me encontrarán. Luego no digan que no les he avisado.

Y aún querrán justificar que en Cimadevilla impartan algarabía queriendo hacernos creer en lo lucido de su estirpe y no en los ya antiguos chalaneos de su maestrescuela.

A todos nos llegará la Gran Enemiga con sus peores artes. No cejemos en ir haciendo algo de un cariñoso ridículo hasta entonces, en festejar lo que somos y también a lo que no llegamos, en complacernos en la alegría y en sabernos imprevistamente satisfechos de los azares de los encuentros. En suma: echémonos unos bailes y que nuestros deudos nos festejen, cuando toque, echándoselos también.

Sursum corda.

Actualización: Puesto el título (anda qué…) y arregladas un par de idas de olla sintácticas.