Italien 1108, fol. 44v RECORTE

‘Chi lo sa’, dissi io, ‘è difficile saperlo, questo non lo so neppure io che scrivo. Forse cerca un passato, una risposta a qualcosa. Forse vorrebbe afferrare qualcosa che un tempo gli sfuggì. In qualche modo sta cercando se stesso. Voglio dire, è come se cercasse se stesso, cercando me: nei libri succede spesso così, è letteratura’. Feci una pausa come se fosse un momento cruciale e dissi confidenzialmente: ‘sa, in realtà ci sono anche due donne’.

«Quién sabe», dije yo, «es difícil saberlo; ni yo, que soy el que escribo, lo sabe. Tal vez busca un passado, una respuesta a algo. Tal vez querría amarrar algo que se le escapó antaño. De alguna manera está buscándose a sí mismo. Quiero decir que es como si, al buscarme, se buscase a sí mismo: en los libros suele pasar así, es literatura». Hice una pausa como si fuese un momento crucial y dije confidencialmente: «sabe, en realidad hay dos mujeres».

Antonio Tabucchi, Notturno indiano, Palermo, Sellerio, 1984.

Arabe 2850, fol. 66v RECORTE

Cuando me preguntaron si, en árabe, ‘chufa’ se decía habbhaziz, yo no supe más que aplicar la pedantería primera de los lingüistas presuntos (o sea, de «jamón de lingüista», si anduviéramos en Portugal): decir que lo primero era separar en dos, substantivo y adjetivo, ḥabb y ʕazīz; que ambos congéneres, tomado de uno y en uno y con la ignorancia que es lo único que proporciona el conocimiento literal, significan «grano; fruto; semilla» y «querido; amado; estimado; preciado; precioso» (y «abuelito», habría que haber añadido, pero no caí), respectivamente y que, al menos ḥabb, había dado en las lenguas romances (despeñado yo en desenfrenada caída por los barrancos de la pedantería) los siguientes arabismos certeros: ababol, abalgar, abarraz, abelmeluco, abelmosco, aba, haba, y de la encarnación andrógina de ḥabb, la forma batafalúa; y los siguientes arabismos supuestos: alboquerón y aleli.

Pero que de todos (se lo diría el aragonés postizo del que ejerzo a menudo), el arabismo más importante es ‘ababol’ (primera acepción).

El caso es que no supe decirle (y sigo sin saberlo) si ‘chufa’ en árabe (¿en qué árabe? ¿El fetén «encantador»? ¿El chaucháu de batanero tunecino que una vez llegué a balbucear?) se dice ḥabbu ‘lʕazīz (¿alḥabbu ‘lʕazīz?) y sigo sin saberlo. Me da por releer a Federico Corriente (debería moderarme el vicio), cuyo director de tesis fue Federico Pérez Castro:

Français 9137, fol. 100v RECORTE

Aprender bien el árabe, o sea, leerlo, escribirlo y hablarlo, requisito básico, si bien no único, del arabismo, aunque a algunos pese, era algo imposible, imprevisto y hasta indeseado en las universidades españolas de 1958 y años inmediatamente sucesivos, tanto por la falta de esas obras básicas de gramática y lexicografía, como por la misma actitud del profesorado de entonces, no pocas veces meritorio en grado sumo, pero demasiado anclado en la tradición y empeñado en objetivos filológicos que, en la visión del momento, no pasaban por ahí, ni aspiraban sino a traducir, como mucho, y de muy tarde en tarde editar textos, como si eso fuera razonablemente hacedero sin ‘sens de langue’ [«sentido de lengua»], que sólo puede ser engendrado por la internalización completa del sistema lingüístico y práctica subsiguiente. Esa situación no cambió pronto, ni radicalmente, como hubiera sido lo mejor para todos, es más, no lo ha hecho aún del todo en tal vez la mayoría de esas instituciones, pero, al menos, todos saben ya, aunque obligue a molestos ajustes, que el cambio es necesario, muchos lo están intentando, menos impidiéndolo y algunos, consiguiéndolo, y encuentran los medios para ello, incluidos aquellos libros pioneros que, aunque sólo fuera porque contribuyeron a concienciar de lo obvio, creemos valió la pena componer. […]

Y no nos arredramos ante cierta hostilidad que no ignorábamos provocaríamos, que llegó y que asumimos, como consecuencia de una opción moral y profesional. Por supuesto se nos ladró, pero siempre cabalgamos a alguna distancia por delante del posible mordisco rastrero, tal vez por no haber sentido nunca la tentación de pararnos y revolvernos para ahuyentar halitosos caminos y empolvoradas fauces.

Y la cosa es que, en siciliano, babbagigi son las chufas y que, de esos babbagigi, vendrían los cabbassissi, que tanto se usa en las novelas de Camilleri (me dicen) y que tanto valen como los «¡cojones!» de mi pueblo por mucho que haya quien quiera disimularlo con los «¡caracoles!» o el «¡caramba!» de tebeos de Tintín.

Poca cosa somos los filólogos. Bueno, algunos somos más poca cosa que otros, claro. En Valencia hasta les ponían bombas. Eran otros tiempos, claro.